lunes, 29 de marzo de 2010

La Novia de Corinto

La Novia de Corinto.
(Johann W. Goethe)

 

Provenía de Atenas un joven
que llegó a Corinto, donde nadie lo conocía.
Él contaba con la amable recepción de uno de sus habitantes:
sus padres estaban unidos por la hospitalidad,
y habían convenido, mucho tiempo atrás,
el matrimonio de una y otro:
su hija y su hijo.
Pero, ¿sería bienvenido aún
si no compra con cariño este favor?
Él es todavía pagano, como los suyos;
pero ellos ya son cristianos y se han bautizado.
Cuando nace una nueva fe,
el amor y la fe jurada, frecuentemente,
se destruyen como una mala yerba.
Ya la casa entera reposa;
padre e hijas; sólo la vigilia es de la madre;
que recibe con diligencia al huésped:
de inmediato lo conduce a la habitación más bella.
Previniendo sus deseos ,
le presenta los vinos y manjares más preciados.
Tras atenderlo, ella le desea una buena noche.
Pese al buen alimento servido,
él no siente deseo alguno de comer;
la fatiga lo hace rechazar manjares y bebida.
Y, vestido, se recuesta en el lecho.
Casi está dormido
cuando un huésped extraño
se introduce en la recámara
por la puerta abierta.
Al resplandor de la lámpara ve avanzar
por el cuarto a una joven silenciosa y púdica,
cubierta de un velo y un vestido blancos;
una lazo negro y oro ciñe la frente.
Cuando ella lo percibe
se azora y estremece
y alza blanca su mano.
“Soy, entonces —clama ella—, tan extraña en mi propia casa
que para nada me avisan la presencia de un huésped?
Es así, ay, que se me tiene encerrada en mi celdilla,
y que mientras, aquí, se me cubre de vergüenza.
Pero sigue reposando en tu lecho,
me alejaré con la rapidez con que vine”
“Quédate, bella joven”, grita él
levantándose con precipitación.
“He aquí los dones de Ceres, he aquí los de Baco,
y he aquí, querida niña, que tu traes el amor.
¡Estás pálida de miedo!
Ven, querida, joven, ven
y gustaremos juntos los goces divinos”
“Quédate lejos de mí, buen hombre, détente.
Yo no estoy consagrada a la alegría.
El último paso, ay, fue dado
por mi querida madre: vencida por la enfermedad,
ella hizo al mejorar el juramento
de que mi juventud y mi cuerpo
serían ofrecidos, de inmediato, al servicio del cielo.
“Y apenas el brillante cortejo de los antiguos dioses
partió la casa quedó en silencio.
Ya no se adora más que a un solo Dios
invisible en el cielo, Salvador sobre la cruz;
a quien nadie aquí le ofrece en sacrificio
toros o corderos
sino víctimas humanas en cantidad infinita.”
Y él le pregunta y reflexiona todas sus palabras;
ninguna escapa a su espíritu.
“¿Será posible que en esta callada habitación
frente a mí esté mi novia bien amada?
¡Sé mía entonces !
Los juramentos de nuestros padres
nos valieron ya la bendición del Cielo.”
“No soy yo quien te está destinada, buen hombre;
se reservó para ti a mi más joven hermana.
Cuando en mi celdilla silenciosa sea librada a mis tormentos,
en sus brazos, piensa en mí;
en mí que no pienso sino en ti,
que me consumo de amor
y que, pronto, me iré a esconder bajo la tierra.”
“No, lo juro por esta flama
que desde ahora Himeneo hace por nosotros brillar:
tú no estás perdida, ni para mí ni para el placer,
y tú me acompañarás a la casa de mi padre:
bien amada, quédate aquí;
celebra conmigo, en este mismo instante,
aunque inesperado, nuestro festín nupcial!”
Entonces intercambiaron ellos los gajes de la fidelidad:
ella le tiende una cadena de oro
y el desea ofrecerle una copa
de plata de arte incomparable
“¡Esta copa no es para mí;
pero te pido
me regales un rizo de tus cabellos!”
En ese momento suena la hora lúgubre de los espíritus,
y entonces, solamente, la joven parece sentirse a gusto.
Ávidamente, de sus labios pálidos, ella bebió
el vino de un rojo sombrío como la sangre.
Pero del pan de trigo
que él le ofreció amablemente,
no tomó la menor migaja.
Y ella tiende la copa al joven,
quien, como ella, la vacía de un solo trago, golosamente.
Y durante esa comida silenciosa, él le solicita su amor.
Su pobre corazón, ay, estaba enfermo de amor.
Pero ella se resiste
a toda súplica
hasta que él se echa a llorar en la cama.
Y viene ella y se tiende cerca de él.
“¡Ay, cómo sufro de ver tu tormento.
Pero, ay, si tocas mis miembros
sentirás estremecido lo que te escondí:
blanca como la nieve
pero fría como el hielo
es la amante que tu has escogido!”
Él la toma con ardor en sus vigorosos brazos,
llevado por la fuerza de su joven amor.
“Espera entonces recalentarte más cerca de mí todavía,
aunque sea la tumba quien te haya enviado hacia mí.
Mezclemos nuestros alientos, intercambiemos nuestros besos,
que nuestro amor se desborde!
¿No te inflamas al sentir la llama que me devora?”
Más fuerte aún los unió el amor:
las lágrimas se mezclaron a sus arrebatos.
Con avidez ella aspira el fuego de sus labios,
y ninguno se siente vivir si no es en el otro.
Con la furia amorosa del joven
la sangre congelada de la muchacha se recalienta;
pero en su pecho el corazón sigue inmóvil.
Mientras tanto la madre, retrasada por los cuidados del aseo,
pasa aún con suave marcha por el corredor frente al cuarto.
Escucha tras la puerta, oyó largo tiempo
esos sonidos extraños:
voces voluptuosas y lamentos
de un novio y de su prometida,
balbuceantes insensatos del amor.
Ella permanece de pie, inmóvil, frente a la puerta,
porque ante todo desea convencerse plenamente:
escucha colérica los juramentos de amor más solemnes,
las palabras de amor y de promesa:
“¡Silencio, el gallo despierta!”
“—Pero la noche que viene
¿vendrás de nuevo?” Y besos sobre besos.
La madre no puede contener más tiempo su indignación,
abre con rapidez la bien sabida cerradura.
“¿En esta casa hay entonces hijas perdidas,
capaces de entregarse así de pronto al extraño?”
Abre la puerta, entra.
y a la luz de la lámpara
distingue, oh Cielos, a su propia hija.
Y el joven, en el primer momento de terror,
quiere cubrir con su velo a la muchacha,
esconder bajo el tapiz a la bien amada.
Pero ella se defiende y libera con prontitud
como con la fuerza de un espíritu
su alta estatura
se yergue lentamente sobre el lecho.
Madre, madre”, dice con una voz sepulcral,
“¿me reprocha, entonces, esta noche tan bella?
Me expulsa usted de esta cama cálida?
¿Sólo desperté para entregarme a la desesperación?
¿Ya no le satisface
en buena hora haberme amortajado en un sudario
y depositado en la tumba?
“Pero una ley que me es propia me impulsa
fuera de la fosa estrecha al duro manto de la tierra.
Los cantos salmodiados por tus sacerdotes
y su bendición no tienen efecto alguno.
El agua y la sal son incapaces
de extinguir los ardores juveniles
y, ay, la tierra no enfría el amor.
“Este joven me fue prometido,
cuando en pie estaba todavía el templo de la amable Venus,
Madre, y usted faltó a su promesa
ligándose por un juramento bárbaro y sin valor.
Porque ningún Dios acogerá
a una madre que jura
rehusar la mano de su hija.
Una fuerza me arroja fuera de la fosa
para buscar todavía los bienes de los que me despojaron,
para amar aún al esposo ya perdido
y para aspirar la sangre de su corazón.
Y cuando éste muera,
me pondré en busca de otros
y mis jóvenes amantes serán víctimas de mi deseo furioso.
“Bello joven, tus días están contados.
Morirás de languidez, en este sitio.
Te regalé mi collar,
yo me llevo el rizo de tus cabellos.
Míralo bien:
mañana tus cabellos estarán grises;
solamente en la tumba renegrecerán.
“Escuche, ahora, madre, mi última plegaria:
Haga levantar una hoguera,
abra la estrecha tumba donde me ahogo,
y dé reposo a los amantes entregándolos al fuego.
Cuando la chispa salte,
cuando ardan las cenizas,
nos elevaremos hacia los antiguos dioses.

 

 

cruz_gotica

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sábado, 20 de marzo de 2010

Didi's Show

Les dejo este interesante video de la aun mas interesante agrupación Griega Dirty Granny Tales (reconozco que el nombre de la banda es horrendo pero su música no).

 

 

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miércoles, 17 de marzo de 2010

Rain Fell Within » Believe

Integrantes:

Dawn Desiree Smith  - Voces y teclados
Kevin Thomas - Guitarras
Owen Davis - Guitarras
Charles Gore - Bajo
Tim Miller – Batería

(La Banda se disolvió en 2002)

 

RFW Believe

Banda: Rain Fell Within

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Disco: Believe

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Género: Gothic / Doom Metal

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País: EE.UU

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Año: 2000

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Tracklist:

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1. A False Reality
2. Alone
3. Believe
4. Sorrow Becomes Me
5. The Sun In My Wound

 

 

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martes, 16 de marzo de 2010

Come to Daddy

Aphex Twin es el pseudónimo de Richard David James, músico, compositor y productor de música electrónica de origen irlandés.

Sus estilos son variados y abarcan desde el Techno, el  Ambient, pasando por el Acid, Drum and Bass y otros.

En esta oportunidad quería compartir con ustedes el video Come to Daddy de la placa homónima del año 1997, realizado por el genial Chris Cunningham; y que cada tanto me gusta volver a ver, quizás por lo distorsionado, grotesco y enfermizo que resulta ver a esas niñas con las facciones de Aphex Twin en total estado de anarquía y descontrol y el “Daddy” diciendo:

 

I want your soul
I will eat your soul
Come to daddy

 

Saludos.

 

 

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sábado, 13 de marzo de 2010

El Jardín de las Sombras.

jardin

 

El Amor ya no escucha el gemido del viento
bailando entre flores perfectas: Tu cerrado jardín
Crece en desérticas formas, donde nadie podrá encontrar
El extraviado pétalo de una rosa olvidada.
¡Oh, Brillante, brillante cabello!
¡Oh, Boca, labios trémulos como la fruta que cae del árbol
¿Puede el hambre permanecer cerca de esa cosecha?
El Amor, que fue sinfonía, con su laúd quebrado
Susurrará melodías sobre la hierba de los camposantos.
Deja que el viento murmure sobre las flores perfectas,
Y que el jardín renazca y brille con la primavera:
El Amor ha crecido ciego sin contar las horas,
Sin soñar en las semillas del tiempo, ni en su cosecha.

 

 

 

 

(El Jardín de las sombras - The Garden of Shadows

Ernest Christopher Dowson 1867-1900)

martes, 9 de marzo de 2010

Tristania » Widow’s Weeds Tristania

 

Tristania

Integrantes:

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Vibeke Stene ~ Voz
Morten Veland ~ Voz, Guitarra
Anders H. Hidle ~ Guitarra
Rune Osterhus ~ Bajo
Einar Moen ~ Teclado
Kenneth Olsson ~ Batería

 

 

 

Windows weeds

 

Banda: Tristania

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Disco: Widow’s Weed

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Género: Gothic Metal / Doom Metal

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País: Noruega

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Año: 1998

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Tracklist:

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1. Preludium
2. Evenfall
3. Pale Enchantress
4. December Elegy
5. Midwintertears
6. Angellore
7. My Lost Lenore
8. Wasteland's Caress
9. Postludium
10. Saturnine
11. Sirene

 

 

 

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sábado, 6 de marzo de 2010

La Marca de la Bestia

 

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Rudyard Kipling hace su ingreso en este blog de la mano de un relato sobre licántropos en la India colonial. Todo comienza con la insolente profanación del Templo de Hanuman, el dios mono, por parte de un soldado británico ebrio…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Marca de la Bestia.
(Rudyard Kipling 1865-1936)

 

Vuestros dioses y mis dioses... ¿acaso
sabemos, vosotros o yo, quiénes son
más poderosos?
(Proverbio indígena)

 

 

Al Este de Suez —dicen algunos— el control de la Providencia termina; el Hombre queda entregado al poder de los Dioses y Demonios de Asia, y la Iglesia de Inglaterra sólo ejerce una supervisión ocasional y moderada en el caso de un súbdito británico. Esta teoría justifica algunos de los horrores más innecesarios de la vida en la India; puede hacerse extensible a mi relato.
Mi amigo Strickland, de la Policía, que sabe más sobre los indígenas de la India de lo que es prudente, puede dar testimonio de la veracidad de los hechos. Dumoise, nuestro doctor, también vio lo que Strickland y yo vimos. Sin embargo, la conclusión que extrae es incorrecta. Él está muerto ahora; murió en circunstancias harto singulares, que han sido descritas en otra parte.
Cuando Fleete llegó a la India poseía un algo de dinero y algunas tierras en el Himalaya, cerca de un lugar llamado Dharmsala. Ambas propiedades le fueron legadas por un tío, y, de hecho, vino aquí para explotarlas. Era un hombre alto, pesado, afable e inofensivo. Su conocimiento de los indígenas era, naturalmente, limitado, y se quejaba de las dificultades del lenguaje. Bajó a caballo desde sus posesiones en las montañas para pasar el Año Nuevo en la estación y se alojó con Strickland. En Nochevieja se celebró una gran cena en el club, y la velada —como es natural— transcurrió convenientemente regada con alcohol. Cuando se reúnen hombres procedentes de los rincones más apartados del Imperio, existen razones para que se comporten de una forma un tanto bulliciosa. Había bajado de la Frontera un contingente de Catch-'em Alive-O's, hombres que no habían visto veinte rostros blancos durante un año y que estaban acostumbrados a cabalgar veinte millas hasta el Fuerte más cercano, a riesgo de regalar el estómago con una bala Khyberee en lugar de sus bebidas habituales.
Desde luego, se aprovecharon bien de esta nueva situación de seguridad, porque trataron de jugar al billar con un erizo enrollado que encontraron en el jardín, y uno de ellos recorrió la habitación con el marcador entre los dientes. Media docena de plantadores habían llegado del Sur y se dedicaban a engatusar al Mayor Mentiroso de Asia, que intentaba superar todos sus embustes al mismo tiempo. Todo el mundo estaba allí, y allí se dio un estrechamiento de filas general y se hizo recuento de nuestras bajas, en muertos o mutilados, que se habían producido durante el año. Fue una noche muy mojada, y recuerdo que cantamos Auld Lang Syne con los pies en la Copa del Campeonato de Polo, las cabezas entre las estrellas, y que juramos que todos seríamos buenos amigos. Después, algunos partieron y anexionaron Birmania, otros trataron de abrir brecha en el Sudán y sufrieron un descalabro frente a los Fuzzies en aquella cruel refriega de los alrededores de Suakim; algunos obtuvieron medallas y estrellas, otros se casaron, lo que no deja de ser una tontería, y otros hicieron cosas peores, mientras el resto de nosotros permanecimos atados a nuestras cadenas y luchamos por conseguir riquezas a fuerza de experiencias insatisfactorias.
Fleete comenzó la velada con jerez y bitters, bebió champagne a buen ritmo hasta los postres, que fueron acompañados de un capri seco, sin mezclar, tan fuerte y áspero como el whisky; tomó Benedictine con el café, cuatro o cinco whiskys con soda para aumentar su tanteo en el billar, cervezas y dados hasta las dos y media, y acabó con brandy añejo. En consecuencia, cuando salió del club, a las tres y media de la madrugada, bajo una helada, se enfureció con su caballo porque sufría ataques de tos, e intentó subirse a la montura de un salto. El caballo se escapó y se dirigió a los establos, de modo que Strickland y yo formamos una guardia de deshonor para conducirle a casa. El camino atravesaba el bazar, cerca de un pequeño templo consagrado a Hanuman, el Dios-Mono, que es una divinidad principal, digna de respeto. Todos los dioses tienen buenas cualidades, del mismo modo que las tienen todos los sacerdotes. Personalmente le concedo bastante importancia a Hanuman y soy amable con sus adeptos... los grandes monos grises de las montañas. Uno nunca sabe cuando puede necesitar a un amigo. Había luz en el templo, y al pasar junto a él, escuchamos las voces de unos hombres que entonaban himnos. En un templo indígena los sacerdotes se levantan a cualquier hora de la noche para honrar a su dios. Antes de que pudiéramos detenerlo, Fleete subió corriendo las escaleras, propinó unas patadas en el trasero a dos sacerdotes y apagó solemnemente la brasa de su cigarro en la frente de la imagen de piedra roja de Hanuman. Strickland intentó sacarlo a rastras, pero Fleete se sentó y dijo solemnemente:
—¿Veis eso? La marca de la B... bessstia. Yo la he hecho. ¿No es hermosa?
En menos de un minuto el templo se llenó de vida, y Strickland, que sabía lo que sucede cuando se profana a los dioses, declaró que podría ocurrir cualquier desgracia. En virtud de su situación oficial, de su prolongada residencia en el país y de su debilidad por mezclarse con los indígenas, era muy conocido por los sacerdotes y no se sentía feliz. Fleete se había sentado en el suelo y se negaba a moverse. Dijo que el «viejo Hanuman» sería una almohada confortable.
En ese instante, sin previo aviso, un Hombre de Plata salió de un nicho situado detrás de la imagen del dios. Estaba totalmente desnudo, a pesar del frío cortante, y su cuerpo brillaba como plata escarchada, pues era lo que la Biblia llama: un leproso tan blanco como la nieve. Además, no tenía rostro, pues se trataba de un leproso con muchos años de enfermedad y el mal había corrompido su cuerpo. Strickland y yo nos detuvimos para levantar a Fleete, mientras el templo se llenaba a cada instante con una muchedumbre que parecía surgir de las entrañas de la tierra; entonces, el Hombre de Plata se deslizó por debajo de nuestros brazos, produciendo un sonido exactamente igual al maullido de una nutria, se abrazó al cuerpo de Fleete y le golpeó el pecho con la cabeza sin que nos diera tiempo a arrancarle de sus brazos. Después se retiró a un rincón y se sentó, maullando, mientras la multitud bloqueaba las puertas. Los sacerdotes se habían mostrado verdaderamente encolerizados hasta el momento en que el Hombre de Plata tocó a Fleete. Esta extraña caricia pareció tranquilizarlos.
Al cabo de unos minutos, uno de los sacerdotes se acercó a Strickland y le dijo en perfecto inglés:
-Llévate a tu amigo. El ha terminado con Hanuman, pero Hanuman no ha terminado con él.
La muchedumbre nos abrió paso y sacamos a Fleete al exterior. Strickland estaba muy enfadado. Decía que podían habernos acuchillado a los tres, y que Fleete debía dar gracias a su buena estrella por haber escapado sano y salvo.
Fleete no dio las gracias a nadie. Dijo que quería irse a la cama. Estaba magníficamente borracho. Continuamos nuestro camino; Strickland caminaba silencioso y airado, hasta que Fleete cayó presa de un acceso de estremecimientos y sudores. Dijo que los olores del bazar eran insoportables, y se preguntó por qué demonios autorizaban el establecimiento de esos mataderos tan cerca de las residencias de los ingleses.
-¿Es que no sentís el olor de la sangre? —dijo.
Por fin conseguimos meterle en la cama, justo en el momento en que despuntaba la aurora, y Strickland me invitó a tomar otro whisky con soda. Mientras bebíamos, me habló de lo sucedido en el templo y admitió que le había dejado completamente desconcertado. Strickland detestaba que le engañaran los indígenas, porque su ocupación en la vida consistía en dominarlos con sus propias armas. No había logrado todavía tal cosa, pero es posible que en quince o veinte años obtenga algunos pequeños progresos.
-Podrían habernos destrozado -dijo-, en lugar de ponerse a maullar. Me pregunto qué es lo que pretendían. No me gusta nada este asunto. Yo dije que el Consejo Director del Templo entablaría una demanda criminal contra nosotros por insultos a su religión. En el Código Penal indio existe un artículo que contempla precisamente la ofensa cometida por Fleete. Strickland dijo que esperaba y rogaba que lo hicieran así. Antes de salir eché un vistazo al cuarto de Fleete y le vi tumbado sobre el costado derecho, rascándose el pecho izquierdo. Por fin, a las siete en punto de la mañana, me fui a la cama, frío, deprimido y de mal humor.
A la una bajé a casa de Strickland para interesarme por el estado de la cabeza de Fleete. Me imaginaba que tendría una resaca espantosa. Su buen humor le había abandonado, pues estaba insultando al cocinero porque no le había servido la chuleta poco hecha. Un hombre capaz de comer carne cruda después de una noche de borrachera es una curiosidad de la naturaleza. Se lo dije a Fleete y él se echó a reír:
-Criáis extraños mosquitos en estos parajes -dijo-. Me han devorado vivo, pero sólo en una parte.
-Déjame echar un vistazo a la picadura -dijo Strickland-. Es posible que haya bajado desde esta mañana.
Mientras se preparaban las chuletas, Fleete abrió su camisa y nos enseñó, justamente bajo el pecho izquierdo, una marca, una reproducción perfecta de los rosetones negros (las cinco o seis manchas irregulares ordenadas en círculo) que se ven en la piel de un leopardo. Strickland la examinó y dijo:
-Esta mañana era de color rosa. Ahora se ha vuelto negra.
Fleete corrió hacia un espejo.
-¡Por Júpiter! -dijo-. Esto es horrible. ¿Qué es?
No pudimos contestarle. En ese momento llegaron las chuletas, sangrientas y jugosas, y Fleete devoró tres de la manera más repugnante. Masticaba sólo con las muelas de la derecha y ladeaba la cabeza sobre el hombro derecho al tiempo que desgarraba la carne. Cuando terminó, se dio cuenta de lo extraño de su conducta, pues dijo a manera de excusa:
-Creo que no he sentido tanta hambre en mi vida.
Después del desayuno, Strickland me dijo:
-No te vayas. Quédate aquí; quédate esta noche.
Como mi casa se encontraba a menos de tres millas de la de Strickland, esta petición me parecía absurda. Pero Strickland insistió, y se disponía a decirme algo, cuando Fleete nos interrumpió declarando con aire avergonzado que se sentía hambriento otra vez. Strickland envió un hombre a mi casa para que me trajeran la ropa de cama y un caballo, y bajamos los tres a los establos para matar el tiempo. El hombre que siente debilidad por los caballos jamás se cansa de contemplarlos; y cuando dos hombres que comparten esta debilidad están dispuestos a matar el tiempo de esta manera, intercambiarán a buen seguro una importante cantidad de conocimientos y mentiras.
Había cinco caballos en los establos, y jamás olvidaré la escena que se produjo cuando los examinarlos. Se habían vuelto locos. Se encabritaron y relincharon, y estuvieron a punto de romper las cercas; sudaban, temblaban, echaban espumarajos por la boca y parecían enloquecidos de terror. Los caballos de Strickland le conocían tan bien como sus perros, lo que hacía el suceso aún más extraño. Salimos del establo por miedo de que los animales se precipitaran sobre nosotros en su pánico. Entonces Strickland volvió sobre sus pasos y me llamó. Los caballos estaban asustados todavía, pero nos dieron muestras de cariño y nos permitieron acariciarles, e incluso apoyaron sus cabezas sobre nuestros pechos.
-No tienen miedo de nosotros -dijo Strickland-. ¿Sabes? Daría la paga de tres meses por que Outrage pudiera hablar en este momento.
Pero Outrage permanecía mudo, y se contentaba con arrimarse amorosamente a su amo y resoplar por el hocico, como suelen hacer los caballos cuando quieren decir algo. Fleete vino hacia nosotros mientras estábamos en las caballerizas, y en cuanto le vieron los caballos, el estallido de terror se repitió con renovadas fuerzas. Todo lo que pudimos hacer fue escapar de allí sin recibir ninguna coz. Strickland dijo:
-No parece que te aprecien demasiado, Fleete.
-Tonterías. -dijo Fleete- Mi yegua me seguirá como un perro.
Se dirigió hacia ella, que ocupaba una cuadra separada; pero en el momento en que descorrió la tranca de la cerca, la yegua saltó sobre él, le derribó y salió al galope por el jardín. Yo me eché a reír, pero Strickland no lo encontraba nada divertido. Se llevó los dedos al bigote y tiró de él con tanta fuerza que estuvo a punto de arrancárselo. Fleete, en lugar de salir corriendo detrás de su propiedad, bostezó y dijo que tenía sueño. Después fue a la casa para acostarse, una estúpida manera de pasar el día de Año Nuevo. Strickland se sentó a mi lado en los establos y me preguntó si había advertido algo extraño en los modales de Fleete. Le contesté que comía como una bestia, pero que este hecho podía ser una consecuencia de su vida solitaria en las montañas, apartado de una sociedad tan refinada y superior como la nuestra, por poner un ejemplo. Strickland seguía sin encontrarlo divertido. No creo que me escuchara siquiera, porque su siguiente frase aludía a la marca sobre el pecho de Fleete, y afirmó que podía haber sido causada por moscas vesicantes, a menos que fuera una marca de nacimiento que se hiciera visible ahora por primera vez. Estuvimos de acuerdo en que no era agradable a la vista, y Strickland aprovechó la ocasión para decirme que yo era un ingenuo.
-No puedo explicarte lo que pienso en este momento, -dijo- porque me tomarías por loco; pero es necesario que te quedes conmigo unos días, si es posible. Necesito tu ayuda para vigilar a Fleete, pero no me digas lo que piensas hasta que haya llegado a una conclusión.
-Pero tengo que cenar fuera esta noche -dije.
-Yo también, -dijo Strickland- y Fleete. A menos que haya cambiado de opinión.
Salimos a dar un paseo por el jardín, fumando, pero sin decir nada hasta que terminamos nuestras pipas. Después fuimos a despertar a Fleete. Estaba ya levantado y se paseaba nervioso por la habitación.
-Quiero más chuletas. -dijo- ¿Puedo conseguirlas?
Nos reímos y dijimos:
-Ve a cambiarte. Los caballos estarán preparados en un minuto.
-Muy bien. -dijo Fleete- Iré cuando me hayan servido las chuletas... poco hechas, si es posible.
Parecía decirlo serio. Eran las cuatro en punto y habíamos desayunado a la una; durante un buen rato reclamó aquellas chuletas poco hechas. Después se puso las ropas de montar a caballo y salió a la terraza. Su yegua no le dejó acercarse. Los tres animales se mostraban intratables y finalmente Fleete dijo que se quedaría en casa y que pediría algo de comer. Strickland y yo salimos a montar a caballo, confusos. Al pasar por el templo de Hanuman, el Hombre de Plata salió y maulló a nuestras espaldas.
-No es uno de los sacerdotes regulares del templo. -dijo Strickland- Creo que me gustaría ponerle las manos encima.
No hubo saltos en nuestra galopada por el hipódromo aquella tarde. Los caballos estaban cansados y se movían como si hubieran participado en una carrera.
-El miedo que han pasado después del desayuno no les ha sentado nada bien. -dijo Strickland.
Ése fue el único comentario que hizo durante el resto del paseo. Una o dos veces, creo, juró para sus adentros; pero eso no cuenta. Regresamos a las siete. Había anochecido ya y no se veía ninguna luz en el bungalow.
-¡Qué descuidados son los bribones de mis sirvientes! -dijo Strickland.
Mi caballo se espantó con algo que había en el paseo de coches, y, de pronto, Fleete apareció bajo su hocico.
-¿Qué estás haciendo, arrastrándote por el jardín? -dijo Strickland.
Pero los dos caballos se encabritaron y casi nos tiraron al suelo. Desmontamos en los establos y regresamos con Fleete, que se encontraba a cuatro patas bajo los arbustos.
-¿Qué demonios te pasa? -dijo Strickland.
-Nada, nada en absoluto. -dijo Fleete, muy deprisa y con voz apagada- He estado practicando jardinería, estudiando botánica, ¿sabéis? El olor de la tierra es delicioso. Creo que voy a dar un paseo, un largo paseo... toda la noche.
Me di cuenta entonces de que había algo demasiado extraño en todo esto y le dije a Strickland:
-No cenaré fuera esta noche.
-¡Dios te bendiga! -dijo Strickland- Vamos, Fleete, levántate. Cogerás fiebre aquí fuera. Ven a cenar, y encendamos las luces. Cenaremos todos en casa.
Fleete se levantó de mala gana y dijo:
-Nada de lámparas... nada de lámparas. Es mucho mejor aquí. Cenemos en el exterior, y pidamos algunas chuletas más... muchas chuletas, y poco hechas... sangrientas y con cartílago.
Una noche de diciembre en el norte de la India es implacablemente fría, y la proposición de Fleete era la de un demente.
-Vamos adentro. -dijo Strickland con severidad- Vamos adentro inmediatamente.
Fleete entró, y cuando las lámparas fueron encendidas, vimos que estaba literalmente cubierto de barro, de la cabeza a los pies. Debía de haber estado rodando por el jardín. Se asustó de la luz y se retiró a su habitación. Sus ojos eran horribles de contemplar. Había una luz verde detrás de ellos, no en ellos, si puedo expresarlo así, y el labio inferior le colgaba con flaccidez. Strickland dijo:
-Creo que vamos a tener problemas... grandes problemas... esta noche. No te cambies tus ropas de montar.
Esperamos y esperamos a que Fleete volviera a aparecer, y durante ese tiempo ordenamos que trajeran la cena. Pudimos oírle ir y venir por su habitación, pero no había encendida ninguna luz allí. De pronto, surgió de la habitación el prolongado aullido de un lobo. La gente escribe y habla a la ligera de sangre que se hiela y de cabellos erizados, y otras cosas del mismo tipo. Ambas sensaciones son demasiado horribles para tratarlas con frivolidad. Mi corazón dejó de latir, como si hubiera sido traspasado por un cuchillo, y Strickland se puso tan blanco como el mantel. El aullido se repitió y, a lo lejos, a través de los campos, otro aullido le respondió.
Esto alcanzó la cima del horror. Strickland se precipitó en el cuarto de Fleete. Yo le seguí; entonces vimos a Fleete a punto de saltar por la ventana. Producía sonidos bestiales desde el fondo de la garganta. Era incapaz de respondernos cuando le gritamos. Escupía.
Apenas recuerdo lo que sucedió a continuación, pero creo que Strickland debió de aturdirle con el sacabotas, de lo contrario, no habría sido capaz de sentarme sobre su pecho. Fleete no podía hablar, tan sólo gruñía, y sus gruñidos eran los de un lobo, no los de un hombre. Su espíritu humano debía de haber escapado durante el día y muerto a la caída de la noche. Estábamos tratando con una bestia, una bestia que alguna vez había sido Fleete. El suceso se situaba más allá de cualquier experiencia humana y racional. Intenté pronunciar la palabra Hidrofobia, pero la palabra se negaba a salir de mis labios, pues sabía que estaba engañándome. Amarramos a la bestia con las correas de cuero; atamos juntos los pulgares de las manos y los pies, y le amordazamos. Después lo transportamos al comedor y enviamos un hombre para que buscara a Dumoise, el doctor, y le dijera que viniese inmediatamente. Una vez que hubimos despachado al mensajero y tomado aliento, Strickland dijo:
-No servirá de nada. Éste no es un caso para un médico.
Yo sospechaba que estaba en lo cierto.
La cabeza de la bestia se encontraba libre y la agitaba de un lado a otro. Si una persona hubiera entrado a la habitación en ese momento, podría haber creído que estábamos curando una piel de lobo. Ése era el detalle más repugnante de todos.
Strickland se sentó con la barbilla apoyada en el puño, contemplando cómo se retorcía la bestia en el suelo, pero sin decir nada. La camisa había sido desgarrada en la refriega y ahora aparecía la marca negra en forma de roseta en el pecho izquierdo. Sobresalía como una ampolla. En el silencio de la espera escuchamos algo, en el exterior, que maullaba como una nutria hembra. Ambos nos incorporamos, y yo me sentí enfermo, real y físicamente enfermo. Nos convencimos el uno al otro de que se trataba del gato.
Llegó Dumoise, y nunca había visto a este hombre mostrar una sorpresa tan poco profesional. Dijo que era un caso angustioso de hidrofobia y que no había nada que hacer. Cualquier medida paliativa no conseguiría más que prolongar la agonía. La bestia echaba espumarajos por la boca. Fleete, como le dijimos a Dumoise, había sido mordido por perros una o dos veces. Cualquier hombre que posea media docena de terriers debe esperar un mordisco un día u otro. Dumoise no podía ofrecernos ninguna ayuda. Sólo podía certificar que Fleete estaba muriendo de hidrofobia.
La bestia aullaba en ese momento, pues se las había arreglado para escupir el calzador. Dumoise dijo que estaría preparado para certificar la causa de la muerte, y que el desenlace final estaba cercano. Era un buen hombre, y se ofreció para permanecer con nosotros; pero Strickland rechazó este gesto de amabilidad. No quería envenenarle el día de Año Nuevo a Dumoise. Unicamente le pidió que no hiciera pública la causa real de la muerte de Fleete. Así pues, Dumoise se marchó profundamente alterado; y tan pronto como se apagó el ruido de las ruedas de su coche, Strickland me reveló, en un susurro, sus sospechas. Eran tan fantásticamente improbables que no se atrevía a formularlas en voz alta; y yo, que compartía las sospechas de Strickland, estaba tan avergonzado de haberlas concebido que pretendí mostrarme incrédulo.
-Incluso en el caso de que el Hombre de Plata hubiera hechizado a Fleete por mancillar la imagen de Hanuman, el castigo no habría surtido efecto de forma tan fulminante.
Según murmuraba estas palabras, el grito procedente del exterior de la casa se elevó de nuevo, y la bestia cayó otra vez presa de un paroxismo de estremecimientos, que nos hizo temer que las correas que le sujetaban no resistieran.
-¡Espera! -dijo Strickland- Si esto sucede seis veces, me tomaré la justicia por mi mano. Te ordeno que me ayudes.
Entró en su habitación y regresó en unos minutos con los cañones de una vieja escopeta, un trozo de sedal de pescar, una cuerda gruesa y el pesado armazón de su cama. Le informé de que las convulsiones habían seguido al grito en dos segundos en cada ocasión y que la bestia estaba cada vez más débil.
-¡Pero él no puede quitarle la vida! -murmuró Strickland- ¡No puede quitarle la vida!
Yo dije, aunque sabía que estaba arguyendo contra mi mismo:
—Tal vez sea un gato. Si el Hombre de Plata es el responsable, ¿por qué no se atreve a venir aquí?
Strickland atizó los trozos de madera de la chimenea, colocó los cañones de la escopeta entre las brasas, extendió el bramante sobre la mesa y rompió un bastón en dos. Había una yarda de hilo de pescar, ató los dos extremos en un lazo. Entonces dijo:
-¿Cómo podemos capturarlo? Debemos atraparlo vivo y sin dañarlo.
Yo respondí que debíamos confiar en la Providencia y avanzar sigilosamente entre los arbustos de la parte delantera de la casa. El hombre o animal que producía los gritos estaba, evidentemente, moviéndose alrededor de la casa con la regularidad de un vigilante nocturno. Podíamos esperar en los arbustos hasta que se aproximara y dejarlo sin sentido. Strickland aceptó esta sugerencia; nos deslizamos por una ventana del cuarto de baño a la terraza, cruzamos el camino de coches y nos internamos en la maleza.
A la luz de la luna pudimos ver al leproso, que daba la vuelta por la esquina de la casa. Estaba totalmente desnudo, y de vez en cuando maullaba y se paraba a bailar con su sombra. Realmente era una visión muy poco atractiva y, pensando en el pobre Fleete, reducido a tal degradación por un ser tan abyecto, abandoné todos mis escrúpulos y resolví ayudar a Strickland: desde los ardientes cañones de la escopeta hasta el lazo de bramante —desde los riñones hasta la cabeza y de la cabeza a los riñones—, con todas las torturas que fueran necesarias.
El leproso se paró un momento enfrente del porche y nos abalanzamos sobre él. Era sorprendentemente fuerte y temimos que pudiera escapar o que resultase fatalmente herido antes de capturarlo. Teníamos la idea de que los leprosos eran criaturas frágiles, pero quedó demostrado que tal idea era errónea. Strickland le golpeó en las piernas, haciéndole perder el equilibrio, y yo le puse el pie en el cuello. Maulló espantosamente, e incluso, a través de mis botas de montar, podía sentir que su carne no era la carne de un hombre sano. El leproso intentaba golpearnos con los muñones de las manos y los pies. Pasamos el látigo de los perros alrededor de él, bajo las axilas, y le arrastramos hasta el recibidor y después hasta el comedor, donde yacía la bestia. Allí le atamos con correas de maleta. No hizo tentativas de escapar, pero maullaba. La escena que sucedió cuando le confrontamos con la bestia sobrepasa toda descripción. La bestia se retorció en un arco, como si hubiera sido envenenada con estricnina, y gimió de la forma más lastimosa. Sucedieron otras muchas cosas, pero no pueden ser relatadas aquí.
-Creo que tenía razón. -dijo Strickland- Ahora le pediremos que ponga fin a este asunto.
Pero el leproso solo maullaba. Strickland se enrolló una toalla en la mano y sacó los cañones de la escopeta de fuego. Yo hice pasar la mitad del bastón a través del nudo del hilo de pescar y amarré al leproso al armazón de la cama. Comprendí entonces cómo pueden soportar los hombres, las mujeres y los niños el espectáculo de ver arder a una bruja viva; porque la bestia gemía en el suelo, y aunque el Hombre de Plata no tenía rostro, se podían ver los horribles sentimientos que pasaban a través de la losa que tenía en lugar de cara, exactamente como las ondas de calor pasan a través del metal al rojo vivo... como los cañones de la escopeta, por ejemplo.
Strickland se tapó los ojos con las manos durante unos instantes y comenzamos a trabajar. Esta parte no debe ser impresa.
Comenzaba a romper la aurora cuando el leproso habló. Sus maullidos no nos habían satisfecho. La bestia se había debilitado y la casa estaba en completo silencio. Desatamos al leproso y le dijimos que expulsara al espíritu maléfico. Se arrastró al lado de la bestia y puso su mano sobre el pecho izquierdo. Eso fue todo. Después cayó de cara contra el suelo y gimió, aspirando aire de forma convulsiva. Observamos la cara de la bestia y vimos que el alma de Fleete regresaba a sus ojos. Después, el sudor bañó su frente, y sus ojos se cerraron. Esperamos durante una hora, pero Fleete continuaba durmiendo. Le llevamos a su habitación y ordenamos al leproso que se fuera, dándole el armazón de la cama, la sábana para que cubriera su desnudez, los guantes y las toallas con las que le habíamos tocado, y el látigo que había rodeado su cuerpo. El leproso se envolvió con la sábana y salió a la temprana mañana sin hablar ni maullar. Strickland se enjugó la cara y se sentó. Un gong nocturno, a lo lejos, en la ciudad, marcó las siete.
-¡Veinticuatro horas exactamente! -dijo Strickland- Y yo he hecho suficientes méritos para asegurar mi destitución del servicio, sin contar mi internamiento a perpetuidad en un asilo para dementes. ¿Crees que estamos despiertos?
Los cañones al rojo vivo de la escopeta habían caído al suelo y estaban chamuscando la alfombra. El olor era completamente real. Aquella mañana, a las once, fuimos a despertar a Fleete. Lo examinamos y vimos que la roseta negra de leopardo había desaparecido de su pecho. Parecía soñoliento y cansado, pero tan pronto como nos vio dijo:
-¡Oh! ¡El diablo los lleve, amigos! Feliz Año Nuevo. No mezcléis jamás vuestras bebidas. Estoy medio muerto.
-Gracias por tus buenos deseos, pero vas un poco atrasado. -dijo Strickland- Estamos en la mañana del dos de enero. Has estado durmiendo mientras el reloj daba una vuelta completa.
La puerta se abrió, y el pequeño Dumoise asomó la cabeza. Había venido a pie, y se imaginaba que estábamos amortajando a Fleete.
-He traído una enfermera. -dijo Dumoise- Supongo que puede entrar para... para lo que sea necesario.
-¡Claro que sí! -dijo Fleete, con alegría- Tráenos a tus enfermeras.
Dumoise enmudeció. Strickland lo sacó fuera de la habitación y le explicó que debía de haber habido un error en el diagnóstico. Dumoise permaneció mudo y abandonó la casa precipitadamente. Consideraba que su reputación profesional había sido injuriada y se inclinaba a tomar la recuperación como una afrenta personal. Strickland salió también. Al regresar dijo que había sido convocado al Templo de Hanuman para ofrecer una reparación por la ofensa infligida al dios, y que le habían asegurado solemnemente que ningún hombre blanco había tocado jamás al ídolo, y que Fleete era una encarnación de todas las virtudes equivocadas.
-¿Qué piensas? -dijo Strickland.
Contesté:
-Hay más cosas...
Pero Strickland odiaba esta frase. Dijo que yo la había gastado de tanto usarla. Sucedió otra cosa bastante curiosa, que llegó a causarme tanto miedo como los peores momentos de aquella noche. Cuando Fleete terminó de vestirse, entró en el comedor y olfateó. Tenía una manera un tanto singular de mover la nariz cuando olfateaba.
-¡Qué horrible olor a perro hay aquí! -dijo- Realmente deberías tener esos terriers en mejor estado. Inténtalo con azufre, Strick.
Pero Strickland no respondió. Se agarró al respaldo de una silla y, sin previo aviso, cayó presa de un sorprendente ataque de histeria. En ese momento me vino a la cabeza la idea de que nosotros habíamos luchado por el alma de Fleete contra el Hombre de Plata en esa misma habitación, y que nos habíamos deshonrado para siempre como ingleses, y entonces me eché a reír, a jadear y gorgotear tan vergonzosamente como Strickland, mientras Fleete creía que nos habíamos vuelto locos. Jamás le contamos lo que había sucedido. Algunos años después, cuando Strickland se había casado y era un miembro de la sociedad que asistía a los actos religiosos para complacer a su mujer, examinamos el incidente de nuevo, desapasionadamente, y Strickland me sugirió que podía hacerlo público. Por lo que a mí se refiere, no veo que este paso sea apropiado para resolver el misterio; porque, en primer lugar, nadie dará crédito a esta historia tan desagradable, y, en segundo lugar, todo hombre de bien sabe perfectamente que los dioses de los paganos son de piedra y bronce, y que cualquier intento de tratarlos de otra manera será justamente condenado.

 

 

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martes, 2 de marzo de 2010

La Máscara de la Muerte Roja

 

La_MascaraEste  es una de mis cuentos  favoritos de Edgar Allan Poe, y cuya primera publicación data de 1842.

 

Basada en este cuento, se filmo en 1964, una película del mismo nombre protagonizada por Vincent Price; y de la que un fragmento de diálogo sampleado puede oírse en el tema  And when He Falleth de la banda Theatre of Tragedy.

 

La historia básicamente gira en torno al surgimiento de una peste letal que asola los dominios del Príncipe Próspero, el cual se muestra completamente indiferente al sufrimiento de su pueblo y prefiere aislarse de los desdichados en una de sus abadías amuralladas, junto con los miembros de su corte.

 

La horrible muerte que les deparaba a los pobladores nada tenia que ver con la vida de placeres, algarabía y jolgorio que Próspero y sus cortesanos llevaban tras las murallas. Había fiestas, música y banquetes dignos de reyes; pero como tanta opulencia era poco goce, se decide dar una fiesta de disfraces.

 

Aquí Poe hace gala de todos sus dotes, describiendo de una manera sin igual, los siete cuartos donde se desarrolla  la mascarada. Cada uno estaba pintado de un color diferente, haciendo juego con los vitrales de cada cuarto, excepto por uno que estaba pintado enteramente de negro y cuyos vitrales era de color rojo sangre, generando un efecto espectral y aterrador, el cual se potenciaba por el lúgubre sonido de un reloj de ébano que era parte del mobiliario de ese cuarto.

 

La fiesta se da con normalidad hasta que un misterioso extraño se hace presente con una mascara que hace alusión a las victimas de la muerte roja; es aquí cuando el príncipe que no siente ningún reparo ni remordimiento en dejar abandonado a su pueblo en medio de la peste, se siente “ofendido en su honor” por una mascara.

 

El príncipe y sus invitados recorren todos los cuartos en persecución del inoportuno y extraño enmascarado, y al final logran dar con el en el tétrico cuarto negro, donde el príncipe y toda su corte, desentrañaran la enigmática identidad del desconocido. 

 

 

Audiolibro de “La máscara de la muerte roja"

 

 

 

La Máscara de la Muerte Roja.

(The Masque of the Red Death Edgar Allan Poe)

 

 

Hacía tiempo que la Muerte Roja devastaba el país. Nunca hubo peste tan mortífera ni tan horrible. La sangre era su emblema y su sello, el rojo horror de la sangre. Se sentían dolores agudos y un vértigo repentino, y luego los poros exudaban abundante sangre, hasta acabar en la muerte. Las manchas escarlatas en el cuerpo, y sobre todo en el rostro de la víctima, eran el estigma de la peste que le apartaban de toda ayuda y compasión de sus congéneres. En media hora se cumplía todo el proceso: síntomas, evolución y término de la enfermedad.
Pero el príncipe Próspero era intrépido, feliz y sagaz. Con sus dominios ya medio despoblados, llamó un día a su presencia a un millar de amigos sanos y joviales de entre las damas y caballeros de su corte, y con ellos se recluyó en el apartado retiro de una de sus abadías amuralladas. Era un conjunto de edificios amplio y magnífico, concebido por el gusto excéntrico, aunque majestuoso, del propio príncipe. Lo rodeaba una alta y sólida muralla. La muralla tenía portones de hierro. Una vez dentro los cortesanos, se trajeron fraguas y enormes martillos y se soldaron los cerrojos. Decidieron que no hubiese modo alguno de entrar o salir, si alguien de pronto se dejaba llevar por la desesperación o la locura. Había abundancia de provisiones. Con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo de fuera se ocupase de sí mismo. Había bufones, había trovadores, había bailarinas, había músicos, había Belleza, había vino. Dentro había todo eso, y también seguridad.
Fuera, estaba la Muerte Roja.
Fue hacia el final del quinto o sexto mes de su encierro, y mientras la peste se cebaba con furia en el exterior, cuando el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de rara vistosidad.
Aquel baile fue un espectáculo voluptuoso. Pero permítaseme hablar primero de los salones en que se celebró. Eran siete: todo un ámbito imperial. Hay muchos palacios, sin embargo, en los que salones así ofrecen una perspectiva larga y lineal, con puertas corredizas que se desplazan casi hasta las mismas paredes de uno y otro lado, de modo que apenas nada interrumpe la vista en todo su longitud. El caso era aquí muy distinto, como cabría esperar de la afición del duque por lo extravagante. La distribución de las salas era tan irregular que apenas se contemplaban más de una al mismo tiempo. Cada veinte o treinta metros se producía un giro brusco, y con cada giro un efecto novedoso. A derecha e izquierda,en medio de la pared, una ventana gótica alta y estrecha se asomaba a un corredor cerrado que enmarcaba las sinuosidades del conjunto, con vidrieras cuyos colores variaban de acuerdo con los tonos dominantes en la decoración del salón al que se abrían. El del extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y las vidrieras en azul vivo. La ornamentación y los tapices del segundo eran de color púrpura, y purpúreos eran allí los cristales. El tercero era todo él verde, lo mismo que las ventanas. Los muebles y la iluminación del cuarto eran anaranjados; el quinto, blanco; el sexto, violeta. La séptima estancia era un denso sudario de tapices de terciopelo negro que cubrían el techo y las paredes, y caían en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo tinte y textura. Pero sólo en esta habitación el color de las ventanas difería del decorado. Las vidrieras eran aquí de un tono escarlata, un rojo oscuro de sangre. Ahora bien, en ninguna de las siete cámaras había lámpara o candelabro alguno, entre la abundancia de adornos dorados que había por todas partes o que colgaban de los techos. No había luz ninguna que procediera de una lámpara o vela en todo el conjunto de habitaciones. Pero en el corredor que envolvía los salones había, frente a cada ventana, un pesado trípode con un brasero de fuego que, al proyectar su resplandor a través de las vidrieras, inundaba de luz la estancia. Se producía así una profusión llamativa de formas fantásticas. Pero en la habitación negra, o de poniente, el efecto del fuego a través de los cristales de sangre sobre los tapices negros resultaba de lo más siniestro, y daba un aire tan irreal a los rostros de los que allí entraban que muy pocos se atrevían a dar siquiera un paso en aquella estancia.
También era aquí donde se encontraba, contra el muro oeste, un gigantesco reloj de ébano. El péndulo oscilaba con un sonido grave, monótono y apagado, y cuando el minutero había recorrido toda la esfera y llegaba el momento de marcar la hora, de sus pulmones metálicos surgía un sonido límpido, potente, profundo y muy musical, pero de nota y énfasis tan peculiares que, a cada hora, los músicos se veían obligados a detenerse un momento para escucharlo, lo que obligaba a su vez a quienes bailaban a interrumpir el vals; y se producía un breve desconcierto en la alegría de todos; y, mientras sonaba el carillón, se veía cómo los más frívolos palidecían y los más sosegados por los años se pasaban la mano por la frente como perdidos en ensueños o en meditación. Aunque cuando cesaban los últimos ecos, una risa leve se apoderaba a la vez de toda la concurrencia; los músicos se miraban y sonreían como burlándose de sus propios nervios y desconcierto, y se susurraban mutuas promesas de que las siguientes campanadas no les causarían ya la misma impresión; pero luego, al cabo de sesenta minutos (que son tres mil seiscientos segundos de Tiempo que vuela), de nuevo sonaba el carillón, y volvía a repetirse la misma meditación, y el mismo desconcierto y nerviosismo de antes.
Pero a pesar de todo, era una fiesta alegre y magnífica. Los gustos del duque eran peculiares. Tenía un buen ojo para los colores y los efectos. Desdeñaba las convenciones de la moda. Sus planes eran atrevidos y apasionados, y un viso de barbarie iluminaba sus proyectos. Algunos le habrían tenido por loco. Sus seguidores no lo creían así. Pero era necesario oírle, y verle, y tocarle, para estar seguro.
Con ocasión de esta magna fiesta, había supervisado personalmente casi toda la decoración de los siete salones; y había sido su propio gusto el que había inspirado los disfraces. No os quepa duda de que eran extravagantes. Abundaba la ostentación y el brillo, lo ilusorio y lo picante..., mucho de lo que después se ha visto en Hernani. Había figuras arabescas, con miembros y atuendos grotescos. Había fantasías delirantes como sólo los locos imaginan. Había mucha belleza, mucha voluptuosidad, mucho de estrafalario, algo de terrible, y no poco de lo que podría haber ofendido. De hecho, por las siete estancias se paseaba majestuosamente una muchedumbre de sueños. Y estos -los sueños- se revolvían por las habitaciones, tiñéndose del color de cada una, y haciendo que la música desenfrenada de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Y entonces suena el reloj de ébano en el salón de terciopelo. Y por un momento todo se aquieta, todo se acalla salvo la voz del reloj. Los sueños quedan congelados y estáticos. Pero el eco de las campanadas se acalla, han durado sino un instante- y una risa leve, a medias reprimida, queda flotando tras él. Y surge de nuevo la música, y viven los sueños, y se revuelven de un lado a otro más alegres que nunca, teñidos por las ventanas multicolores por las que penetra el resplandor de los trípodes. Pero en el salón de poniente, ninguno de los enmascarados se atreve ahora a entrar, porque la noche ya se desvanece y una luz más rojiza se filtra por los cristales de color sangre; y la negrura de los tapices espanta; y quien aventura sus pasos sobre la negra alfombra escucha un sordo tictac, más solemne y enfático que el que llega a oídos de quienes se entregan a la alegría en las salas más distantes.
Pero las otras habitaciones estaban abarrotadas, y en ellas latía febrilmente el ansia de la vida. Prosiguió así el torbellino festivo, hasta que al cabo el reloj inició las campanadas de la medianoche. Y cesó entonces la música, como ya he dicho; y los que bailaban interrumpieron el vals; y, como en otras ocasiones, todo quedó desasosegadamente detenido. Pero ahora eran doce las campanadas que tenían que sonar; y ocurrió así, quizá, que al disponer de más tiempo, más grave se tornó la reflexión de quienes en la concurrencia ya estaban pensativos. Y también ocurrió así, quizá, que antes de que el último eco de la ultima campanada hubiera desaparecido en el silencio, muchos ya habían reparado en la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y de boca se extendió el rumor de esta nueva presencia, y al poco se alzó en toda la compañía un susurro, un murmullo de desaprobación y sorpresa, luego, por último, de terror, de horror y de asco. En una congregación fantasmagórica como la que he pintado, bien se puede suponer que ningún atuendo ordinario habría causado tal sensación. De hecho, esa noche la libertad en los disfraces era prácticamente ilimitada; pero la figura en cuestión había rizado el rizo, superando incluso los límites del gusto permisivo del príncipe. Hay fibras aún en el corazón de los más osados que no pueden tocarse sin que se emocionen. Hasta los casos perdidos, para quienes la vida y la muerte son una misma broma, creen que hay ciertos asuntos con los que no se puede bromear. En todos los asistentes, desde luego, se apreciaba ahora la sensación intensa de que el disfraz y el porte del extraño carecían de todo ingenio y decoro. Era una figura alta y lúgubre, amortajada de la cabeza a los pies con el atuendo de la tumba. La máscara que ocultaba representaba tan fielmente el semblante rígido de un cadáver que al observador más atento le resultaría difícil descubrir el engaño. Aun así, todo esto lo habría soportado, si no aprobado, aquella alocada concurrencia. Pero el enmascarado había llegado incluso a asumir el aspecto de la Muerte Roja. La sangre le salpicaba la vestimenta..., y su ancha frente, y todas sus facciones, aparecían moteadas por el horror escarlata.
Cuando la mirada del príncipe Próspero se detuvo en este espectro (que se paseaba lento y solemne, como para dar mayor empaque a su figura), se le notó una convulsión, en un primer momento con un fuerte estremecimiento de horror o repugnancia; pero enseguida, el rostro se le encendió de ira.
¿Quien se ha atrevido...? preguntó con voz ronca a los cortesanos que le acompañaban—: ¿Quién se ha atrevido a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Cogedle y quitarle la máscara, y así sabremos a quien hay que colgar de una almena al amanecer!
Cuando pronunció estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el salón azul, que daba al oriente. Y su eco recorrió alto y claro las siete estancias, porque el príncipe era un hombre robusto y osado, y un gesto suyo había acallado ya la música.
Era en el salón azul donde se hallaba el príncipe, en compañía de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio, cuando habló, dieron éstos un primer paso hacia el intruso, que entonces estaba próximo a ellos, y que ahora se acercaba mas aún, con porte deliberado y majestuoso. Pero cierto miedo indecible que la insensata arrogancia de la máscara había inspirado a todo el grupo impidió que nadie le pusiera la mano encima; así que, sin estorbo alguno, pasó apenas a un metro del príncipe; y, mientras en los salones la numerosa concurrencia, como movida por un mismo resorte, se hacía a un lado buscando el refugio de las paredes, el enmascarado siguió andando con el mismo paso solemne y mesurado que desde el comienzo le había distinguido, pasando de la sala azul a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la de color naranja, de ésta a la blanca, e incluso de aquí a la morada, sin que nadie hiciera el menor intento de detenerle. Fue entonces, sin embargo, cuando el príncipe Próspero, fuera de sí y avergonzado por su cobardía pasajera, cruzó veloz los seis salones, sin que nadie le siguiera por el terror mortal que de todos se había apoderado. Blandía una daga desenvainada, y se acercó impetuoso y rápido a muy poco distancia de la figura que seguía su camino, cuando ésta, que ya había llegado al salón de terciopelo, giró de pronto y le hizo frente. Hubo un grito agudo, y la daga reluciente cayó en la alfombra negra sobre la que, al instante, caía postrado por la muerte el príncipe Próspero. Después, llevados por el valor enloquecido de la desesperación, un amplio grupo entró en avalancha en el salón negro, en el que la alta figura seguía inmóvil y erguida bajo la sombra del reloj de ébano; pero al ponerle la mano encima al enmascarado, un horror innombrable les cortó el aliento y descubrieron que la mortaja y la máscara cadavérica que habían tratado con violenta rudeza no estaban habitadas por ninguna forma tangible.
Y reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno a uno fueron cayendo los presentes en los salones antes festivos, ahora bañados en sangre, y cada uno hallaba la muerte en la desesperada postura en que caía. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último cortesano. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y de todo se adueñó la Tiniebla, la Corrupción y la Muerte Roja.

 

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